Relatos

Círculo

Hoy encontré mis agujas de crochet. Son las que heredé de mi abuela, pero hacía mucho tiempo que no las usaba. Me dispuse a tejer un círculo, esa forma nunca me salió bien. De a poco fui descubriendo que es muy interesante lo que se genera en el proceso. La figura va creciendo desde el centro hacia afuera, sin aristas y, mientras aumenta su tamaño se incrementan las posibilidades de inclusión. Cada punto se enlaza con el anterior generando un dibujo nuevo. La próxima vuelta los multiplica. Con colores que se mezclan en una unión imperceptible, pareciera poder crecer hasta el infinito y cubrirnos con su belleza. 
Hoy descubrí el círculo, una forma que invita a la comunión.

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Volver a pasar por la memoria.

Mi madre tiene el don especial de hacerme recordar lo que creía olvidado. Hoy recibí una encomienda de ella. En su interior se encontraba una caja. Era la casita de muñecas que usábamos con mi hermana cuando éramos chicas. No faltaba nada, la mesita, las sillitas, la camita con su placard, silloncitos y un mini televisor. Todo estaba muy bien guardado en su caja original. En una bolsa, tan añeja como la casita, había decena de vestidos para esas muñecas articuladas (que vendrían a ser una especie de abuelas de Barbie) que conseguíamos cuando algún pariente o amigo viajaba al exterior. También había accesorios que eran imprescindibles a la hora del juego, como bolsos, zapatos, botas, sombreros y algunos otros que fuimos agregando. Mi hija, para quien estaba destinada esta encomienda, quedó hechizada. Un mundo en miniatura, guardado por años, se abría ante sus ojos... y ante los míos. Y yo que nunca entendí por qué mi madre se empecinaba en archivar todo lo que entraba en desuso. Evidentemente tenía un propósito mayor. Ella trataba a esas cosas viejas como si fueran tesoros preciados. Les destinaba un lugar especial dentro de la casa, secreto, escondido en un hueco que quedaba detrás del placard. Con mi hermana le decíamos que las regale, que juntaba mugre ahí atrás. Por suerte nunca nos hizo mucho caso. En silencio y sin que nadie lo percibiera ella estaba llenando esas cajas con nuestra historia hasta que llegase ese momento oportuno para entregarlos. Con mi hija nos sentamos junto a la casita y comenzamos a acomodar todas sus piezas. Los recuerdos aparecían como fotos en un álbum. Seguramente mi madre hubiera estado feliz de vernos. Quizás lo había planeado así. No lo sé pero no importa. Fue como volver 30 años en el tiempo. Es que mi madre tiene ese don de hacerme recordar lo que parecía olvidado.
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Camina despacito pero quiere llegar rápido. Cuenta los treinta pasos que la separan del kiosco de la esquina. Con las moneditas que juntó se sube al banquito para alcanzar el mostrador en busca de esos caramelos que tanto le gustan.  El señor los guarda en un frasco de vidrio, como esos que tenía mi abuela en la cocina, con tapa plateada a rosca. A ella le encanta mirar como  los saca para contarlos. Giran sobre la superficie con su color cereza, tan redonditos y sabrosos. Saca de su bolsillito la cantidad exacta de monedas, baja del banquito y  vuelve a contar los treinta pasos que la separan de su casa.

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Cosas que pasan mientras espero.

Sábado. Ocho a.m. Noche profunda. Cierro la puerta y comienzo a caminar hacia la ruta. Escarcha, mucha escarcha. Son quince cuadras y mientras transito el sol intenta asomar, pero solo lo intenta. Llego a la parada del colectivo y espero... espero.... espero. Enfrente, el lago, enorme. Una bruma intensa obstruye mi visión. Vapor? La niebla se hace cada vez más espesa y blanca, como si una nube se estuviera desperezando para subir a ocupar su lugar en el cielo. Es vapor? Supongo. La imagen ante mí me recuerda a una película de Tim Burton, oscura, algo tenebrosa pero agradable. Mientras la espera se iba haciendo eterna, comencé a vislumbrar algo que se movía en el lago. No lograba entender que era, pero al cabo de unos minutos lo descubrí: un bote con la vela plegada que parecía a la deriva. Me imaginé que en su tripulación podrían estar alguno de sus personajes: un jinete sin cabeza o el cadáver de una novia. Ellos me invitarían a navegar atravesando ese nebuloso paisaje y juntos emprenderíamos una gran aventura surcando las aguas hasta la otra orilla. Quizás durante nuestro viaje tendríamos la suerte de ver a la gran leyenda del lago, ese animal prehistórico con su cuerpo negro y alargado. Podríamos seguirlo a toda velocidad, para descubrir al fin cual es su morada. O quizás amarrar el bote a un costado y adentrarnos en el bosque, que siempre esconde historias en sus árboles viejos y sabios. Son historias de duendes, de gnomos, de gente muy pequeña y charlatana, que se ocultan entre sus hojas y nos susurran cosas al oído. También podríamos detenernos en la isla Huemul o en la isla Gallina y recorrer sus senderos tupidos, llenos de pinchudas mosquetas o de crecidas retamas. Posiblemente encontraríamos algún jabalí con grandes colmillos a los que no les gustaría nuestra llegada. El miedo nos haría correr raudamente huyendo antes de que nos atrape...
Mi imaginación volaba y volaba. Súbitamente, detrás de una curva apareció el colectivo, y una cachetada de realidad me despabiló. Subí, pasé mi tarjeta y me acomodé cerca de la ventana que da al lago. Ya eran las nueve y llegaba tarde. El chofer tomó la curva, después la contra curva, y el bote seguía ahí, cada vez más chiquitito en el paisaje. El sol aparecía detrás de las montañas. La nube vaporosa se iba esfumando y la luz bañaba todo devolviéndole los colores que se había llevado la noche. Atrás quedaba la espera que sin querer se había transformado en una fantástica película de suspenso. 

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Cosas que pasan mientras camino.


Era una tarde lluviosa, de esas habituales en este remoto pueblito patagónico. Decidí  salir a dar un paseo para conocer el barrio. Con mi paraguas floreado al viento caminé varias cuadras. De pronto, una ráfaga me sorprendió como un torbellino y sentí que mis pies se despegaban del suelo. El sueño de volar como Mary Poppins y aterrizar despacito parecía hacerse realidad. Pero no, indudablemente eso sólo pasa en las películas. Al cabo de unos segundos mi paraguas había quedado patas para arriba y la lluvia mojaba mi cabeza. Mis zapatos chatitos, esos que usaba en la ciudad, se hundían en el charco marrón que se iba formando a mi alrededor. Molestia, enojo, irritación: ese cóctel de sentimientos se apoderó de mí. Es que la naturaleza se había empeñado en demostrarme que estaba presente y que no podría luchar contra ella. Hice un intento por rescatar mi paraguas para cubrirme con él, pero fue inútil. Sus restos yacían en el medio del barro. Sólo quedaban unos palitos flacos y las flores... las flores ahora marchitas. El camino de vuelta a casa me esperaba. Ahora entendía la importancia de esas botas de goma amarillas que tenían tan poco glamour. Ahora entendía lo imprescindible que eran esas horribles camperas impermeables con capuchas. Ahora entendía todo. Mientras avanzaba, la lluvia se hacía más fuerte. Mi cuerpo se mimetizaba con el agua que poco a poco iba lavando mis penas. En unos instantes el hecho de estar empapada dejó de ser trascendente y la resignación se trasformó en satisfacción, el enojo en antojo y la irritación en diversión. Me descubrí saltando los charquitos que iban apareciendo y silbando bajito I´m singing in the rain, I´m singing in the rain, la, la, lara, la, la…  Ese camino de regreso, por estas calles que no son ni de asfalto ni de tierra, se convirtió de repente en algo mágicamente placentero. La felicidad me había sorprendido en el momento menos esperado, y de la nada había logrado arrebatarme una sonrisa.